Cuando algo causa impacto o admiración, el público responde con aplausos, agita las manos en el aire, las golpea para generar ruido en señal de aprobación. Podría decirse que es una reacción obvia, inmediata y prehistórica, sin embargo es una costumbre que nació en la antigua Grecia y ha cambiado sensiblemente a lo largo de los siglos.

Los primeros aplausos se escucharon en los teatros. Los griegos expresaban su alegría al finalizar cada acto. De vez en cuando, y en los lugares donde se permitía, acompañaban también con algún grito de exclamación. En Roma los festejos eran más sofisticados, además de aplausos y vitoreos, el público chasqueaba los dedos y ondeaba los extremos de sus togas. Incluso algunos llevaban cintas especiales para ese momento cúlmine.

Ya para el siglo XVII se había incorporado completamente la costumbre de silbar y golpear el suelo con los pies. Hasta en algunas iglesias los fieles aplaudían y silbaban luego de un sermón bien pronunciado. Pero la reacción duró muy poco, de inmediato fue prohibido porque se lo consideraba de mal gusto, especialmente porque había que evitar que las misas se transformen en un lugar de festejo. De hecho, se había prohibido toser y estornudar. El silencio más absoluto era la mejor forma de aprobar una correcta lectura e interpretación de las santas escrituras.

Desde la psicología, hay teorías que sostienen que el aplauso es una forma de satisfacer la necesidad de mostrar una opinión, es la sensación que tiene la audiencia de estar participando del hecho en sí. Lo increíble es que puede convertirse en una actividad contagiosa. Desde la época del Imperio Romano se conoce esta tendencia: actores y políticos contrataban personas para que aplaudan en sus presentaciones. De este modo, lograban influenciar al resto del auditorio. Por ejemplo, el emperador Nerón pagaba a casi 5000 “aplaudidores” para que festejen cada aparición en público. Hasta se los obligaba a ensayar los aplausos cuando no estaban trabajando.
[alert]A principios del siglo XX seguían contratándose aplaudidores en los espacios artísticos más destacados, como el Metropolitan Opera House. También, en contrapartida, era común que las producciones contrarias mandasen personas para chiflar en señal de repudio, lo cual generaba una verdadera guerra adentro de las salas.
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GIOVANNI Mendieta

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